Una noche…una noche, como todas las noches de verano, con muchos sonidos diseminados por el campo, por las calles de tierra, por las cunetas, que con un poco de agua reflejaban las titilantes estrellas, como si fueran luciérnagas nadando en ellas.
Una noche, como tantas, de ese verano caluroso, en que los hombres tardan en dormirse y hacen el recuento de sus actividades una y otra vez, mientras las horas con sus cansinos pasos van avanzando hacia la oscuridad y la penumbra que todo lo invade.
Una noche de esas estaban Don Alberto y el chino, conversando, arreglando todas sus cuentas, como hacían siempre que terminaban el reparto, después de un baño reparador.
Debajo de la galería que daba al patio, donde estaba el portón de calle, una luz mortecina los alumbraba, y cena de por medio, hacían sus cuentas, repasaban los hechos del día, y planeaban las actividades del día siguiente.
Fue en esas circunstancias que Don Alberto recordó que al día siguiente, por la mañana iba a usar el charret, por lo tanto iba a necesitar a la potranca, una de las yeguas con que contaban en la pequeña fábrica de soda, pero que solo usaban para uncirla ha dicho charret. Y fue entonces que me miraron, como diciéndome: “tené todo preparado”.
Yo era un peón de esa pequeña empresa. Apenas contaba con trece o catorce años, pero me sentía muy responsable de mi trabajo. Apenas ganaba lo necesario para mis pequeños gastos pero me gustaba, y me sentía bien haciendo lo que hacia.
Uno de mis quehaceres era encargarme de los animales, darle agua, de comer y encerrarlos para que a la mañana los tuvieran a mano para atarlos al carro.
Estaba atento a la conversación de los hombres, así que cuando mencionaron a la potranca, mi sentido de la responsabilidad me conmovió y recordé que la había soltado un rato….y me había olvidado de encerrarla…Cuando les comenté mi olvido sin más ni más me ordenaron que fuera a buscarla. Ellos confiaban en que la potranca no se había ido muy lejos…y yo también.
A pesar que ya era entrada la noche salí a la calle y comencé a recorrer los caminos y sus alrededores.La noche me fue metiendo en sus entrañas, me fue rodeando con sus tinieblas y mis miedos. El croar de las ranas me acompañaban, y el susurro del viento entre las ramas de los altos álamos me envolvían y seguían, mientras iba internándome campo adentro, noche adentro.
Don Alberto y el chino, seguramente, confiados en que yo encontraría esa yegua, se fueron a dormir, como lo hacen todos los hombres de pueblos tranquilos, donde jamás pasa nada, donde se puede dormir con las puertas abiertas y el sueño viene con el silencio de las noches pueblerinas, apenas cortado por el rugir lejano del tren y el ladrido de los perros.
Pero yo, sumergiéndome más y más en los campos oscuros, no lograba encontrar a la potranca. El hecho es que con el avance de las horas y la distancia, un sentido de inseguridad se fue apoderando de todo mí ser. La noche se fue haciendo más noche, más tenebrosa. El silencio se hizo más abrumador, todos los ruidos se fueron aumentando, conforme aumentaba mi inseguridad.La silueta de los árboles se hicieron fantasmagóricos, y el susurrar del viento entre el follaje ya no me acompañaban, me inquietaban.
En medio de todo este campo, de toda esta oscuridad, estaba yo. Rodeado por la inmensidad, la soledad, y hacia arriba la eterna, gigante bóveda del cielo que como nunca dejaban ver la brillantez de sus estrellas. En los alrededores las luces amarillentas de alguna esquina lejana, se hacían más pequeñas y agrandaban la escena. Y la potranca no aparecía.
Entonces, cuando ya el cansancio y el miedo se estaban apoderando de mí, y la angustia iba ganando terreno, en medio de la noche y del campo elevé mis ojos al cielo y musité una oración. Al comenzar a hacerlo mis pensamientos me llevaron al recuerdo de mi madre fallecida pero que yo creía que estaba en algún lado de ese cielo.
Miré las profundidades celestes y a medida que lo hacía me inclinaba tembloroso en el campo. Sabía que ella me escucharía. Pero a su vez una sensación de la presencia de Dios fue llenando todo mi ser y entonces el foco de mi pedido se dirigió a El. Le pedí por la ayuda que necesitaba para encontrar el animal, para volver a la fábrica con ella y acostarme a descansar. En medio del campo y rodeado por algunos altos cardos, rendido ante Dios y el recuerdo de mi madre, mi oración se hizo un canto de esperanza, que se elevaba desde ese lugar para llegar a los pies mismos de Dios.
En esa situación me encontraba, cuando escuché un ruido. Me sobresalté y quedé por unos momentos paralizado. Me incorporé lentamente y tembloroso trataba de indagar y ver. Pero por un momento nada volvía a escucharse. A pesar de mi oración la sensación de angustia aumentaba. Cuando volví a escuchar otra vez un ruido entre los pastos.
Presté atención hacia el lugar de donde venía y en medio de la oscuridad solo percibí una pequeña mancha blanca que avanzaba hacia mí. A medida que avanzaba descubrí dos brillos que también venían hacia mí. Estaba aterrorizado…hasta que escuche un resoplido que me resultó familiar….entonces la nombré, petisa y ella me contestó con otro resoplido…¡era la potranca!.
El animal tenía una mancha blanca en la frente, y sus dos ojos reflejaron el brillo de la noche a pesar de la oscuridad que todo lo inundaba. La abracé y con una pequeña soga que había traído, atándosela alrededor del cuello, pude hacerme del animal.Esta sin resistirse para nada, y con gran mansedumbre, se dejó atar. Juntos emprendimos el camino de regreso a la fábrica.
La noche había cambiado para mí. Ahora regresaba con una canción en mi alma.
El viento suave, embolsaba mi camisa, y mi pelo jugaba con el aire fresco que corría por el campo. La potranca tirada por mi, no ofrecía ninguna resistencia, como si estuviera contenta de que la hubiese encontrado. Ahora nos acercábamos a los álamos altos que bordeaban el camino que nos conducía a los corrales y ya no eran fantasmagóricos, ahora eran abanicos sonoros que nos saludaban con el susurro del viento entre sus hojas.
Dejé a la yegua en el corral y me dirigí a mi dormitorio. Todo estaba en calma. Los hombres dormían su sueño más profundo en la tranquilidad de esa noche de verano.
El cansancio me llevó a mi lecho y una vez acostado recordé lo sucedido. Un sereno sueño se fue apoderando de todo mí ser. Y mientras llegaba el sueño un sentido de gratitud a Dios se hizo fuerte en mí. El recuerdo de mi madre y la presencia de Dios
se hicieron tan real que invadió todo mi cuarto y una profunda paz llenó mi alma.
Rodeado por el canto de la noche en el campo me quedé dormido.
Autor: Juan Edelmiro Acuña
Derechos Reservados
No hay comentarios:
Publicar un comentario